lunes, 25 de mayo de 2009
Un observatorio en Lower Manhattan
Golpeé unas cuantas veces aquella cajita, para que volviera a dar señal. Al fin y al cabo, desde allí siempre se oía genial, mejor que en toda la ciudad. No era de esperar, porque el estar tan alto debería ser una razón por la que hubiera interferencias. Pues no había. Así que solía frecuentar el lugar, porque hacía lo que más me gustaba a la vez que escuchaba música. Allí, en la azotea de un viejo edificio del Lower East Side, no había reglas, o si las había, estaban puestas por mí. Estaba hasta las mismísimas narices de que fuera de allí todo se me impusiera con tanta cara, como si yo no tuviera voz ni voto en las decisiones que ajenos tomaban sobre mi vida. Todo se hacía sin contar conmigo; nadie me dijo nada sobre el divorcio, ni sobre la custodia, la mudanza, el cambio de instituto… y mejor paro, porque esta historia se repite más que el ajo y además sería dejar en muy mal lugar a mis padres. Y para lo mal que están, tendré un mínimo de compasión.

La azotea me servía de santuario en el sentido de que era un resguardo para mis composiciones intelectuales. Lo que leía y escribía eran sólo cosas mías, en las que nadie se tenía porqué meter si a mí no me daba la gana. Ni la intolerancia, únicamente causada por el miedo que algunos, bastantes hoy en día, tienen a que todo se ponga patas arriba, podría con ellas. Hablando de la intolerancia, alguien dijo algo muy bueno sobre ella, que "no va a borrar los sueños que no borra ni el paso del tiempo”, y, para mí, es un dogma a seguir al pie de la letra. Era mi manera de rebelarme. No sabía qué más podía hacer, así que directamente al acabar las clases cambiaba mi ruta tan habitual desde hacía un tiempo para dirigirme al piso 7 de aquel inmueble. Había dado con aquel sitio tan bueno de pura casualidad, cuando desde abajo me percaté de que había alguien ahí que parecía que iba a tirarse de tan arrimado que estaba al muro de seguridad. Se asomaba para buscar algo que estaba donde yo, que aún no sé qué podría ser. Sin saber qué otra cosa hacer, le grité, y me lancé escaleras arriba sólo por si acaso. El caso es que llegué y no hacía nada allí, porque el sujeto ese ya no estaba. Así que tomé el lugar como mío, sin más.

Nunca nadie me había dicho nada al respecto, y a estas alturas no iba a aparecer algún vecino contrariado que no tuviera más asuntos que atender para protestar. Ni sabían siquiera de mi existencia. Y así iba a continuar hasta que yo lo decidiera. Nadie me iba a quitar la azotea, echar de allí, o cualquier otra cosa que se me ocurra. Esta vez no. Primero que me preguntaran.

También me dedicaba a únicamente observar. Desde la base secreta era muy hermoso el ocaso. No se veía mucho de lo demás, pero de la puesta de sol sí. Se engrandecía frente a todo lo demás, incluso las muchas ventanas que se abrían para mí durante el resto del día quedaban tapadas con su luz, que se lo comía todo, y con ello se llevaba mis preocupaciones por delante. Me hacía pensar, pero no en mí mismo. Al tener tantas cosas que hacer allá arriba, pensar en mi vida era lo último. Yo era una infinitésima parte de aquel espectáculo de colores.
Cuando el cielo todavía estaba azul claro, miraba la parte trasera del edificio de enfrente. Pocas ventanas tenían toldos o persianas, por lo que podía ver los interiores de casi todos los apartamentos. No había mucho movimiento a esas horas tan tempranas, incluso se hacía raro ver pasar a alguien por ellas, pero de noche era otra historia, cómo no. Hablando de personajes interesantes, una vez sorprendí a una mujer con camisón que salía por la ventana y, agarrándose a la barandilla y luego saltando por encima, dio a parar a la escalera de incendios, tan característica de cualquier finca de cualquier barrio de Manhattan, por la que subió dos pisos y se coló por otra ventana, abierta con esa finalidad. Tenía agallas para hacerlo. En la cornisa de otra ventana pude apreciar un gato, más bien tirando a negro, que olía la noche. Todo el tiempo que estuve mirándolo él no se movió. También, en contadas ocasiones, observé a un señor mayor de aspecto escuálido y esmirriado que salía de una ventana más arriba a fumarse un pitillo y a tomar el fresco. Al igual que yo, estaba sin hacer más, mirando hacia abajo desde la última planta. Se le veía alicaído a causa de algo que yo nunca llegaría a saber. Y el que suponía más preguntas para mí era alguien que, bajo el débil fulgor de una lámpara de aceite, se pasaba las horas de oscuridad haciendo esbozos con una barrita de carboncillo, que poco a poco iba reduciendo su tamaño por el uso continuado. Por el día no se le veía, era una criatura nocturna más bien. Aunque por la noche no podía decir que le viera mejor porque siempre estaba despaldas a mí.

Por supuesto, tenía más entretenimientos en las alturas. Estas escenas en las que yo había tomado papel de discreto espectador se habían pasado al formato papel para ser preservadas en mi memoria, y para que cuando las mirara sintiera que las revivía en aquel preciso instante. Sí, también tenía tiempo para dibujar, como el misterioso individuo del quinto piso del edificio de enfrente. Los asuntos personales te roban tiempo para hacer lo que realmente te gusta, y si quería hacerlo todo, debía huir de lo que sea que tuviera relación con ellos. Así, la azotea se había convertido en una isla de evasión de las arbitrariedades, que podían hacer que me distrajera de la vida que llevaba. Para mí lo que importaba era lo que los demás consideraban “irrelevante”.
DYLAN

1 comentario:

Pier 39 dijo...

Ese ansia de libertad es muy característico tuyo. ¿Sabes qué? Ha habido un momento en el que pensaba que estaba viendo lo que tu personaje veía. Ha sido una sensación... extraña, como si me evadiera de la realidad por un momento y viajara a Manhattan, a aquella azotea. Me gusta, me gusta :) por cierto ¿has visto toda la música que he puesto? (siento repetirtelo pero es que estoy muy orgulloso xD)

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