miércoles, 28 de abril de 2010
Aliento frío
Un aire helado invadía el ambiente cálido de un verano que ya tocaba a su fin. Los bichitos que revoloteaban por el aire se escondieron rápidamente. Miles de aves comenzaron a emigrar hacia el sur. Yo me encontraba un día más sentada encima del tejado de mi hogar. Viendo pasar los días, las horas, los minutos... mi vida. Estrellas que cubrían el cielo y rayos de luz que las hacía desaparecer. Nubes que sobrevolaban los cielos a toda velocidad o ráfagas de viento que se llevaban mis palabras sin querer.
Un triste mirlo se había posado en la rama de mi algarrobo. Píaba a desgana, sabía de sobra que le habían abandonado. Picoteó un poco las algarrobas, tal vez por matar el tiempo o simplemente por buscar alimento. Pero el viento sopló muy fuerte y las ramas se tambalearon por lo que el desdichado mirlo tuvo que marcharse de allí y buscar refugio en otra parte. Ardillas saltarinas se movían ágiles por los cables del teléfono, se dirigían al monte, no sé por qué. Aún recuerdo como una de ellas se me acercó un día y yo le dí un trozo de manzana. Ella lo había aceptado agradecida y se lo comió como si de una sandía se tratara. Que graciosa era aquella ardilla.
Pero yo no podía sonreír, mis labios estaban sellados, sólo sentía la nostalgia invadir mi cuerpo y estremecer mis extremidades. Aquel día que el vértigo me sorprendió, todo mi ser se tambaleó dejándome inerte en el suelo, sin respiración. Todo estaba a oscuras, sólo oía los sonidos del silencio, susurrándome al oído algo que yo no podía entender. Amor. Amistad. Cariño. Amabilidad. Felicidad. Dulzura. Todo se había ido, pérdido con el tiempo, con mis entrañas, mi mente y mis recuerdos. Poco o nada quedaba dentro de mí, y yo sentía como me vaciaba por dentro, como lo que una vez había sido se esfumaba con mi última exhalación. Vi luces rojas, recuerdos de mi infancia, la edad de la inocencia y de la ignorancia, cuando todo era perfecto y nada podía salir mal.
Aún me quedaba tiempo, pero mis fuerzas también habían desaparecido y ahora seguía aquí, sin nada que hacer. El tiempo había pasado y parecía que nadie iba a rescatarme. Era una doncella solitaria sin príncipe azul. Y por fin cayeron los primeros copos de nieve. Al final mi cuerpo acabó en el fondo del mar blanco y denso, como debía ser. Un lugar tranquilo donde descansar en paz. Y que paz. Pero entonces soñé contigo, recordé cuando te vi por primera vez y como te dejé escapar, y aunque los remordimientos recorrieron mi cuerpo, tú fuiste mi último recuerdo. Siempre te quise y tú nunca lo supiste, por eso te mando ahora mi carta de despedida, para que al menos sepas que alguien te quiso alguna vez, tanto como para quitarse la vida por ello. Adiós mi amada, ojalá acabes encontrando tu sitio como aquel triste mirlo que una vez vino a visitarme. Hasta siempre.

Diego

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